Te quitan la voz
Silencian tus ruegos
Silencian tus ruegos
Te quitan la razón
Ese es el premio
Ese es el premio
No puedes quejarte…
¿Cómo te atreves?
Todo lo que tienes
es por ellos...
Nunca lo olvides.
es por ellos...
Nunca lo olvides.
Te quitan las ganas
Te quitan el sueño
Te quitan tu orgullo
Los ojos al suelo
Te quitan tus padres
También tus hermanos
Te quitan tu esposa
Puede que tus nietos
No vales,
Una hora extra
Una hora menos.
Te dan una embolia cerebral,
Ramos de flores y palmadas en el hombro.
¡Hey! ¡Pero el café es gratis!
¡Mierda! La máquina se dañó de nuevo.
En la radio se oía a uno de los locutores más famosos del país leyendo poesía en su emisora. Eran alrededor de las cuatro de la mañana de un miércoles cualquiera y yo escuchaba la cadena radial que había puesto el taxista que me llevaba a casa después de una larga noche de trabajo. No tenía idea de que a esas horas de la madrugada, cuando todos duermen, el hombre que en medio de un partido decía “narrar fútbol es una de las
2 cosas que más me gusta hacer en la vida” sacaba su lado más sensible y se ponía a recitar con voz pausada y dulzona, poema tras poema sin parar. No había cuñas radiales, sólo él y la poesía. Tuve que contener la risa porque el taxista parecía disfrutarlo, y si en ese
estado conducía como un animal, no quise molestarlo. Me reía en mi mente de cada palabra, de cada entonación, de su forma casi de précieuse ridicule; rimas a veces obvias, a veces sorpresivas, me acompañaron durante
el viaje. La
voz nunca mencionaba al
autor de los
poemas, razón por la cuál asumí que eran de su autoría. Entre carcajadas mentales me
pregunté “¿Qué putas habrá pasado en la cabeza de
ese señor para leer su poesía en la madrugada de
un día entre semana?”. No pude encontrar respuesta pero sí me llegó una
nueva pregunta que
me borró la sonrisa de los ojos: ¿Por qué demonios estaba yo escuchándolo?
Era uno de los muchos días de
trasnochar largo por estar trabajando en la agencia de publicidad. No recuerdo si tenía que regresar temprano a la mañana siguiente, seguramente sí. La
respuesta a la pregunta fue “Tengo que cumplir mi
trabajo para presentarlo a
tiempo a cliente”. Mi orgullo no me permitió fallar y decir a mi jefe “Esto no va a
estar a tiempo y olvídense que me voy a trasnochar esta noche como siempre”. Simplemente lo hice, sin
pensarlo, sin
detenerme un segundo y cuestionar las cosas.
Sólo me dejaba llevar por una inercia inexistente pero poderosa, imposible de contrarrestar. No era capaz de ver que mi respuesta dejaba claramente mi posición ante la vida: primero estaba mi trabajo que yo mismo, que mi bienestar. Es más, comprendí que el trabajo se había convertido en mi vida. Y la respuesta real es que mi vida era una mierda. Digamos que dedicara siete horas de las 24 del día a dormir. Me quedarían 17. Que a esas 17 les restara 12 de trabajo. Me quedarían cinco. Que a esas les quitara una hora y media de almuerzo y dos horas 40 de transporte en los buses urbanos -una hora y 20 de ida y el mismo tiempo de vuelta-. Tendría 50 minutos libres… 50 minutos libres. Tiempo insuficiente para leer, para hacer deporte o intentar levantarme a alguien. Pero, ¿Por qué? Yo, un tipo que estudió en los mejores colegios y universidades del país, un tipo de espíritu crítico, un tipo que creía poder hacer lo que quisiera con su vida por saberse libre. ¿Por qué?
Sólo me dejaba llevar por una inercia inexistente pero poderosa, imposible de contrarrestar. No era capaz de ver que mi respuesta dejaba claramente mi posición ante la vida: primero estaba mi trabajo que yo mismo, que mi bienestar. Es más, comprendí que el trabajo se había convertido en mi vida. Y la respuesta real es que mi vida era una mierda. Digamos que dedicara siete horas de las 24 del día a dormir. Me quedarían 17. Que a esas 17 les restara 12 de trabajo. Me quedarían cinco. Que a esas les quitara una hora y media de almuerzo y dos horas 40 de transporte en los buses urbanos -una hora y 20 de ida y el mismo tiempo de vuelta-. Tendría 50 minutos libres… 50 minutos libres. Tiempo insuficiente para leer, para hacer deporte o intentar levantarme a alguien. Pero, ¿Por qué? Yo, un tipo que estudió en los mejores colegios y universidades del país, un tipo de espíritu crítico, un tipo que creía poder hacer lo que quisiera con su vida por saberse libre. ¿Por qué?
Había
muchas respuestas: el
sentido del deber, el ego para demostrarle a todos que
no iba a
rendirme, un
estoicismo positivo esperando que el esfuerzo trajera recompensas. Pero la única sincera era: EL MIEDO. Ahora lo sé. Si me
echaran, ¿eso que diría de mí? Sería un mal
profesional:
¿Quién más me querría contratar? ¿Quién querría pagarle a un fracasado? ¿Cómo podría siquiera buscar trabajo sin
tener en
mis manos un trofeo brillante? El
miedo dominaba mi
vida y me hizo responder: es que yo
amo lo que hago.
Amo mi
profesión, amo escribir
volantes de 2 por 1, amo
pasarme horas pensando para salir con una idea genial, amo escribir cuñas radiales, amo
escribirle tarjetas de felicitaciones a la cliente que acabó de dar a luz a su
hijo, amo sonreír a los gerentes de cuentas, amo escribir
guiones de comerciales, amo buscar premios
publicitarios. Pero esa respuesta no me
calmó. Ese “amor” me
estaba matando: muchas mañanas, después de
sólo dormir 2
horas, me
metía a la ducha rezando por mi salud, pidiendo, en mi ignorancia, que no me fuera a dar ningún derrame
cerebral o un paro cardiaco al caer el agua helada sobre mi cuerpo. Odié mi trabajo, odié mi vida. Y cometí el pecado imperdonable: odiar la profesión. Porque en
nuestros días, parece un
requisito amar el trabajo para, al menos, tener la bendición de una oportunidad para ejercerlo. Si
no se siente pasión, ¿Por qué ser tan hijo de puta de quitarle la posibilidad de sobrevivir a alguien que sí la
siente? Ahí es cuando llega la culpa. Hay millones de personas que quisieran, por lo menos, el chance de hacer lo que uno. Gente con ganas, con
más hambre. Y sí, la tienen; por eso somos capaces de
comer las migas que nos tiren al
suelo. Es la nueva espada y la
pared, no hay escapatoria sino amar
tu trabajo. Porque si no, automáticamente eres un mal trabajador.
¿Cómo llegamos a esto? Ahora todos piensan
igual: ama lo que haces para disfrutar tu trabajo y hacerlo de la mejor manera posible. Suena bien, motivador, como si no hubiera límites en el mundo para
ser exitosos. Si tú con
el amor, ¿Quién
contra ti? Pero ¿Todos podríamos amar
nuestras profesiones? Difícilmente alguien quien limpie la calle ame su trabajo. Recoger
del suelo la mierda de alguna mascota que seguramente viva mejor que tú no te debe llenar de amor. Un celador, quien debe poner en riesgo su vida por unas
personas que a duras penas lo saludan o que a duras penas lo tratan con respeto, no creo que
sienta mucho amor un 31 de diciembre en
una caseta helada mientras
que todos pasan la noche navideña en sus casas con sus familias. Un
taxista no
debe amar mucho un trabajo donde tiene que conducir en eternos trancones y en una guerra incesante del centavo. Hay jefes que
sufren de
diarreas y
ansiedad cuando
tienen que echar a alguno de sus empleados. A esto súmale el número de
cuántos están
satisfechos con
su salario.
¿Realmente amas
enriquecer a
una empresa? ¿Será que hay más gente haciendo
el trabajo sucio, el que nadie quiere, que los que aman su trabajo? Si fueras millonario y nunca más tuvieras que trabajar, ¿harías lo mismo que haces ahora? Si la respuesta es sí, te aplaudo lentamente: eres un bicho raro.
¿Quiénes podrían amar su
trabajo? En mi época pensaba que eran los actores de Hollywood, los cantantes famosos, los grandes deportistas. En general, gente a la que le pagaban por pasarla bien. Personas
que amaron algo y que
hicieron de ello su forma de vivir, de pagar sus cuentas. Hoy hay también
youtubers, influencers, jugadores de consolas, presentadores
de programas de viajes. Con
profesiones soñadas pero que también pueden ser insoportables, una carga. ¿Y el resto de los
trabajadores? Pues tuvo que conformarse y amar lo suyo. Porque el que no ama, no merece.
Amar el trabajo ya se convirtió en la respuesta cliché que no debe, NUNCA, faltar en una entrevista para cualquier cargo. Conozco a alguien para quien es de suma importancia preguntar a sus potenciales empleados “¿Usted por qué quiere el empleo?”. Implícitamente está prohibido decir “para poder llevar algo de comer al estómago y vivir” (razón por la cual debió generarse, en un principio, el concepto del trabajo). Para él es una respuesta de pobre, de un ser que sólo merece compasión y tristeza por ser tan básico. Para esa pregunta sólo se quiere una respuesta que conmueva al entrevistador, confirmándole sus cimientos, una que le valide por qué tiene sentido lo que hace, una que hable del amor al trabajo. Escuchando a esa persona, sólo podía pensar que eso es resultado de los cursos de liderazgo y coaching: buscar lo que apasione a los trabajadores y como el viento a la llama, avivarlo y hacerlo arder para que brille más fuerte. Son los consejos de los coachs para que los jefes puedan dormir tranquilos en sus camas y puedan seguir produciendo. Esa persona estaba convencida de lo que decía. Le pregunté: “¿Y usted por qué quiere su empleo?”. A la misma pregunta que hiciera para otorgar un trabajo o no a alguien que lo necesitase, él no tenía respuesta. Sorprendido, me dijo que lo hacía porque amaba su producto: una forma de ahorro que daba más rendimiento a los clientes que una cuenta de ahorros normal. Después me dijo que era porque había descubierto, en su cargo, capacidades que desconocía tener. Pese a que no consideré sus respuestas suficientes para amar algo, pude ver dos cosas: para amar lo que se hace es más fácil validarlo si hace bien a los demás, y que muchos desempleados, para obtener un trabajo, dependen de cuestiones a las que nunca tendrán respuesta.
Amar el trabajo ya se convirtió en la respuesta cliché que no debe, NUNCA, faltar en una entrevista para cualquier cargo. Conozco a alguien para quien es de suma importancia preguntar a sus potenciales empleados “¿Usted por qué quiere el empleo?”. Implícitamente está prohibido decir “para poder llevar algo de comer al estómago y vivir” (razón por la cual debió generarse, en un principio, el concepto del trabajo). Para él es una respuesta de pobre, de un ser que sólo merece compasión y tristeza por ser tan básico. Para esa pregunta sólo se quiere una respuesta que conmueva al entrevistador, confirmándole sus cimientos, una que le valide por qué tiene sentido lo que hace, una que hable del amor al trabajo. Escuchando a esa persona, sólo podía pensar que eso es resultado de los cursos de liderazgo y coaching: buscar lo que apasione a los trabajadores y como el viento a la llama, avivarlo y hacerlo arder para que brille más fuerte. Son los consejos de los coachs para que los jefes puedan dormir tranquilos en sus camas y puedan seguir produciendo. Esa persona estaba convencida de lo que decía. Le pregunté: “¿Y usted por qué quiere su empleo?”. A la misma pregunta que hiciera para otorgar un trabajo o no a alguien que lo necesitase, él no tenía respuesta. Sorprendido, me dijo que lo hacía porque amaba su producto: una forma de ahorro que daba más rendimiento a los clientes que una cuenta de ahorros normal. Después me dijo que era porque había descubierto, en su cargo, capacidades que desconocía tener. Pese a que no consideré sus respuestas suficientes para amar algo, pude ver dos cosas: para amar lo que se hace es más fácil validarlo si hace bien a los demás, y que muchos desempleados, para obtener un trabajo, dependen de cuestiones a las que nunca tendrán respuesta.
¿El trabajo se trataría de
un don de Dios o un castigo de éste para
el hombre? Pasamos de ser nómadas y tomar lo que nos ofrecía la naturaleza a asentarnos, poseer cosas y producir cerca para no perder las nuevas pertenencias. Puede que se amara el resultado pero
queda la
duda del amor al proceso. Hoy en día es muy común escuchar el
mismo discurso de “disfruta
lo que haces”,
“si amas
lo que haces, mejor será el resultado”. Es raro, por no decir
inexistente, un discurso contrario. ¿Por
qué? Porque amar
el trabajo es
más productivo. Si
amas a alguien: estás
pendiente, se
convierte en
tu prioridad, es lo
único en
lo que piensas, contestas
su llamada a
cualquier hora. Tu foco está sobre
ella. Y
si amas al
trabajo, tu foco está sobre él. Ya
las horas laborales
del día no son
suficientes. No basta
decir que se ama, hay que demostrarlo
con actos. Entonces, no desayunas por llegar más temprano, aceptas reuniones a la hora del
almuerzo, trasnochas
y
cuando tienes tiempo libre lo usas
para buscar una
idea ganadora
(en las agencias de publicidad lo llaman
proactividad). Todo con la eterna esperanza de que el trabajo te amará de vuelta trayéndote
éxito, riqueza y una mejor vida.
Así
que el
amor, hace
una gran diferencia en el tiempo que dedicas a trabajar. En
cambio, la
empresa, no hace gastos suplementarios
por el tiempo de
más que le regalas. El amor también es ciego: como para no ver que lo
que vendes hace obesa
a
la gente o los vuelve adictos, para no ver que algo se pudre
en
la humanidad
cada
vez que le
niegas un
crédito a
una familia
necesitada, para no ver que
tu
exigencia infinita le causó
esa
embolia cerebral al trabajador
más
antiguo de
la empresa. O que
tu empresa se ha encargado de destruir los
océanos o que el partido político
donde trabajas tiene
sus manos llenas de sangre. El amor hace que no te cuestiones
y que seas incapaz de ver en
lo que se
ha convertido tu vida,
que perdiste el control de
ella, que te despojaron de ella y vives en modo automático. Por ese amor no ves que perdiste
otros amores, unos
que sí te lo daban
de vuelta.
¿Y
si no amáramos
nuestro trabajo? ¿Y si sólo lo viéramos
como
algo que hacemos pero
que no es nuestra
vida? ¿Es tan difícil
de imaginar sin
sentir culpa? Tener
un trabajo, ser
profesional y
hacerlo lo
mejor que se pueda, pero al llegar al final del horario laboral tener tiempo para encontrarse con
alguien, empezar
clases de alfarería,
unirse a
la liga de mimos de la ciudad, hacer algo; cualquier cosa que dé
genuina felicidad, digna
de ser amada.
No entregar nuestros sentimientos para poder ser explotados. Ningún cuerpo puede
soportarlo y estamos
abriendo las puertas para que el
trabajo pueda rompernos el corazón. ¿Por
qué no quitarles ese poder
a las empresas y a los que manejan la economía? ¿Por
qué si no pudieron
mantener
sus sueños de esclavitud,
nosotros gustosos se los hemos hecho
realidad amando nuestros
trabajos?
Algo me dice que
esto no
se ha dado simplemente
porque
sí, de manera
espontánea. La
cultura en
sus
discursos nos ha
enquistado la
idea. ¿Habrá
una agenda detrás?
Así
como
dicen que
es
malo fumar, comer
en exceso, no
hacer deporte, me pregunto
“¿Para quién es malo?”.
Para nosotros como humanos “vivir es morir”. La
muerte es un
destino que no podemos evitar desde que nacemos. Me
parece que la
preocupación no nace por un interés
de nuestro
bienestar, sino
el de otros. Si estás sano puedes
trabajar más: tal
vez hasta logres
llegar a las irreales
edades
de pensión. Si
no fumas, no bebes,
le ahorras
a las
empresas tiempo
perdido por
mal rendimiento y
a
los seguros y
gobiernos los
pagos de
tus
tratamientos. Intuyo
que
todo lo que nos venden como una nueva
moral tiene
un objetivo
monetario. Al
igual que
la idea de amar el trabajo.
Pero esto tal
vez ni
siquiera puedas sospecharlo,
porque vivimos en una
sociedad
hecha para distraernos,
para
cambiar de canal, para
saturarnos de información,
con impulsos, para que
no
pienses, para
que estés
adormecido
y no te cuestiones.
¿Acaso
crees que no hay un
plan detrás de
todo esto?
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